Reconozcámoslo, no es la primera vez que se nos despedaza algún partido político. El alba y el ocaso de grupos ideológicos que emprenden la legítima búsqueda del poder o de grupos de poder que emprenden la extenuante tarea de fingir que tienen principios ideológicos son fenómenos que hemos contemplado a lo largo en nuestra muy peculiar construcción democrática. Y hay que reconocer que eso es natural: los modelos se agotan, cambian las circunstancias, se transforma el mundo.
El espejismo recurrente del poder es la eternidad. Pero es claro que la contingencia acompaña a todas las realidades sociales, incluido el poder político. Por ello, algunos partidos se van avejentando de manera natural y algunos mueren intempestivamente. Los primeros pueden desaparecer lentamente dejando dos estelas: o una escuela o un resentimiento; los segundos perecen tan rápido que ni sus simpatizantes recuerdan sus siglas ni sus eslóganes a la vuelta de los días.
En México hemos tenido ambos casos trágicos. Partidos políticos que surgieron más por la presión que del consenso; nacieron del poder, pero no de la necesidad. De esos partidos políticos casi no queda nada. Sólo operadores sobrevivientes, náufragos que sueñan con ruinas en otros barcos que los llevan a la tierra de oscuras oportunidades.
Pero también hemos tenido partidos que se erigieron gracias al clamor popular, a una convicción; como el eco de un anhelo que cruzaba por los sufrimientos de un pueblo. Partidos que nacieron tan pequeños como un vivaz riachuelo y que, con el tiempo, fueron mares estancados sin salidas ni afluentes. De la muerte de esos partidos quedan dos cosas: un ideal, el sueño por fecundar otras tierras; y una necedad, la imposibilidad de adaptarse.
La cultura del descarte -una especie de filosofía o costumbre social que prefiere tirar lo roto en lugar de repararlo- indica que los despojados del triunfo, de los reflectores o de las esperanzas no tienen remedio, que deben ser desechados. Algo nuevo lo sustituirá, algo joven (algo que, sin embargo, también tendrá fecha de caducidad).
¿Qué hacemos con los partidos políticos que fracasaron terriblemente ya fuere por su envejecimiento crónico o por su innecesaria existencia? ¿Qué es lo que sus tripulaciones desean rescatar de las naves destrozadas tras la batalla? ¿Abordarán al barco triunfante sólo por supervivencia o se aferrarán al último madero alegando entereza moral? ¿Qué tesoros guardaban las bodegas de esas embarcaciones? ¿Dinero y poder? ¿Valores y principios? ¿Bienes o personas?
Queda claro que los pragmáticos sugerirán un renacimiento entero: nueva nave y nuevos aparejos, nueva tripulación y marinos; nuevo nombre y ruta. Nuevo todo, todo nuevo. Pero los románticos lucharán por rescatar “el corazón” del navío. El poder inasible de una convicción. Que se podrá llamar principio o doctrina. A veces, como nos indica la tradición japonesa del Kintsugi, la reparación de algo roto puede generar una belleza inesperada, sutil y vulnerable, pero abierta a la posibilidad de sumar partidarios.
Finalmente, que la reparación de un partido político sea posible no quiere decir que sea necesaria. Puede bien permanecer en las costas de nuestra memoria, encallado como un ancestral buque que se resigna a morir del todo. También allí estaría dando ejemplo, asintiendo en silencio lo que Wilde alguna vez escribió: “La experiencia es simplemente el nombre que le damos a nuestros errores”.
@monroyfelipe