Visión Financiera/Georgina Howard
CANCÚN, QRoo, 13 de marzo de 2020.- Alguna vez recordaremos esos días en que el mundo se dividía en personas con mascarilla y sin mascarilla. Y nos reiremos y alguno dirá bueno, sí, pero no era lo mismo ponérselos para no contagiar que para no contagiarse, dos ideas tan distintas de la vida. Y otro se acordará de la sofisticación que habían alcanzado y las fortunas que hicieron sus fabricantes y la desesperación de los que no los conseguían y el increíble mercado negro de mascarillas y esas cosas. Y sonarán las carcajadas al revivir aquellas paranoias, cuando todo era amenaza y había que cuidarse de los besos, los pomos de las puertas, los apretones de manos, las manijas de los autobuses, las monedas y casi todo lo demás. Y entonces alguien, el pesado del grupo, se pondrá serio y preguntará si, pensándolo ahora, no lo ven increíble: “¿No es increíble que millones de personas de pronto tuvieran tanto miedo, que mostraran de repente ese egoísmo que siempre intentan ocultar, esta pulsión de protegerse, de desconfiar de todo, de temer todo lo exterior, de atribuirle propiedades tremebundas? La era de la mascarilla nos enseñó bastantes cosas”. Y Mirta o Antonio lo mirarán y le dirán hermano, eso seguro que lo traías escrito, ¿no?
Pero faltan unos años; ahora mismo el mundo está en modo desastre, incomprensible. La primera regla del columnismo apátrida dice que nunca digas que no entiendes. Y te explica que los lectores quieren que los ayudes a entender, no que les tires tu incomprensión por la cabeza. Pero yo no entiendo el coronavirus: denodadamente no lo entiendo.
Y ese tuit del actor español Eduardo Noriega terminó de hundirme en el pantano de la incomprensión. Decía que “si cada invierno nos informaran en tiempo real de los atendidos (490 mil), hospitalizados (35 mil 300), ingresados en UCI (dos mil 500) y fallecidos (seis mil 300) por gripe en España, viviríamos aterrorizados”. Las cifras me parecieron sorprendentes; busqué el informe del Centro de Nacional de Epidemiología del Ministerio de Sanidad español para la temporada 2018-19 y allí estaban, en la página 35, con toda claridad, los números citados. El año pasado se murieron de gripe en este Estado español seis mil 300 personas. Con coronavirus, en este mes y medio, 36.
Seis mil trescientas muertes es un montón de muertos. Quizá los grandes medios, siempre quejosos, siempre atentos a estas cosas, descubran por fin su panacea: si empiezan a transmitir en directo cada nueva víctima de la gripe podrán —considerando que la temporada griposa dura menos de medio año— ofrecer unos 35 óbitos al día, un par por hora en las horas despiertas, un espectáculo incesante, un terror sin medida. Por ahora no lo entendieron y se limitan al coronavirus: treinta y tantos muertos en España, todos muy mayores.
En 1969, Adolfo Bioy Casares publicó una rara novela titulada Diario de la guerra del cerdo, donde grupos de jóvenes se dedicaban a matar viejos por las calles. Ahora el virus —que deberíamos llamar Bioy— hace lo propio: los muertos españoles, por ejemplo, tenían una media de edad de 85 años, mayor que la esperanza de vida del país, que está en 82,8. O sea: eran personas que, estadísticamente, ya habían vivido lo que deberían. Y casi todos lógicamente complicados, como esa señora de 99 años que tenía, dicen los diarios, algunas “patologías previas”.
Pero es fácil hablar de los medios. Si fueran los únicos promotores del pánico el mundo estaría un poco mejor. El problema es que todos, los gobiernos, los grandes grupos económicos, las industrias, los ciudadanos, se embarcaron en esta nave hacia ninguna parte. De pronto pareció como si nada en el mundo fuera más importante, como si nada escapara al poder de ese virus.
Y de verdad —disculpen— no lo entiendo. Busco más cifras: han muerto, al día de hoy, martes 10 de marzo, en todo el mundo, cuatro mil 284 personas por el coronavirus, de los cuales unos tres mil eran ancianos chinos, y en 35 países de Europa no se ha muerto nadie y en toda África una persona, igual que en América Latina, un señor muy enfermo que llegaba de Italia a la Argentina. Pero se cancelan eventos y desplazamientos y encuentros y congresos y festivales varios, miles de empresas mandan a casa a sus trabajadores, cierran las fábricas y se rompen las cadenas productivas y el mundo pierde millones de millones de dólares/euros/yuanes en el derrumbe de sus bolsas y la baja de las materias primas y esos cierres y cancelaciones.
Pero es fácil hablar de los medios. Si fueran los únicos promotores del pánico el mundo estaría un poco mejor. El problema es que todos, los gobiernos, los grandes grupos económicos, las industrias, los ciudadanos, se embarcaron en esta nave hacia ninguna parte. De pronto pareció como si nada en el mundo fuera más importante, como si nada escapara al poder de ese virus.
Entonces hay que considerar también el miedo a lo nuevo, a lo desconocido: la misma tara que les hace rechazar a los migrantes les hace temer a estos virus exóticos, ignotos. Y hay que considerar también la paranoia de las multitudes: “Si los gobiernos se preocupan tanto debe ser que hay algo que ellos saben y nosotros no, debe ser que esta enfermedad no es tan inocua como dicen, debe ser que, como siempre, nos ocultan la verdad”. Y hay que considerar también la paranoia de los enterados: “Si le dan tanta importancia a algo tan menor es que quieren distraernos con eso para esconder alguna otra cosa que no quieren que miremos o sepamos”.
Y hay que considerar también la paranoia de los varios poderes: da la impresión de que las empresas y los gobiernos se cubren por si acaso.
Las empresas, para que sus empleados no los querellen si trabajando se contagian; los gobiernos, para que sus súbditos no les reprochen su inacción. Y entonces toman medidas duras que acrecientan el miedo y entonces sus súbditos más asustados les piden medidas más duras y entonces toman medidas más duras que acrecientan el miedo.
Y hay que considerar también esa fuerza rara que toma el pánico cuando se hace bola de nieve y arrasa todo porque consigue convertir cualquier cosa en una prueba más de su razón. Y entonces el cambio en conductas y discursos, la aparición de lo irracional, de lo ridículo, las precauciones más grotescas, la manera en que ahora tantos miran a cualquiera que tosa en un vagón de metro —por no hablar del pobre terrorista que estornuda—.
(Texto de Martín Caparrós, The New York Times).
Reproducción autorizada citando la fuente con el siguiente enlace Quadratín Quintana Roo.
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