Las expresiones del presidente López Obrador sobre el combate a la delincuencia a fuerza de maternales reprimendas no pueden caer bien a ninguna víctima de la inseguridad. Es evidente que la ciudadanía espera mucho más que simples frases de la autoridad en quien se depositó el legítimo uso de la fuerza pública para controlar la violencia en el país.

Al menos en dos ocasiones, el presidente ha apelado a la figura materna como una posible respuesta ante el terrible clima de violencia, crimen e inseguridad que padece la nación. La intención de su discurso, más que polemizada o reflexionada, ha sido ridiculizada incesantemente; y no es para menos: una cuestión tan compleja como la pacificación de la nación no puede reducirse a expresiones de repugnancia ni a la relación de los padres con sus hijos.

Y, sin embargo, tampoco pueden excluirse. Cualquier estrategia de seguridad que únicamente esté sustentada en la alimentación de confrontaciones entre las fuerzas del orden y delincuentes sólo conduce a un escenario. Un destino que no necesitamos imaginarnos porque ya vivimos en él desde hace dos sexenios: la exponencial frecuencia y progresión de la crueldad en los actos de violencia; la sumaria, inhumana y ominosa culminación de oscuros procesos de inteligencia policial; el escalonado y jugoso negocio de corrupción en fuerzas policiales o militares; la odiosa, inexplicable e incomprensible embestida de fúricos civiles contra indemnes fuerzas del orden; las preferibles ejecuciones (abatimientos, les dicen eufemísticamente) de presuntos delincuentes para evitar los tortuosos y muchas veces corrompidos procesos judiciales; etcétera.

En realidad, ninguna estrategia de seguridad institucional ha funcionado en las últimas décadas, o al menos no como hubiéramos deseado. Y aunque en el Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024 el presidente López Obrador ya decidió aumentar en 6.3% el gasto en seguridad y protección ciudadana; hemos visto en sexenios anteriores que la inversión económica en el aparato de seguridad nacional no se refleja en los índices de violencia y crimen. Los 59.2 mil millones de pesos que se ejercerán en el 2020 para la seguridad nacional claramente no serán suficientes para el tamaño del problema de violencia que tenemos.

Por supuesto, son imprescindibles los recursos -los suficientes- para proveer las herramientas y el personal necesario en la custodia de la ciudadanía; pero en el fondo hace falta recobrar el sentido de autoridad en los funcionarios y miembros de las fuerzas del orden. Una autoridad que se obtiene efímera e ingenuamente mediante la coacción o la intimidación o ridícula si se sostiene en el tamaño del calibre de sus armas. Entonces, ¿cómo forjar una autoridad que se respete, no por conveniencia ni por miedo, sino por bien común, civilidad o convicción ética?

Y esto sólo es posible en la familia. Lo explica el doctor en sociología, Fernando Pliego, en su libro “Familias y bienestar en sociedades democráticas”. La formación del sentido de justicia, deber cívico y respeto a la autoridad en las personas proviene de la ‘moral de asociación’ que un miembro de la familia adquiere con las experiencias positivas del ejercicio de sus deberes tanto con las personas con autoridad sobre él como en el trato brindado por sus pares; además, por la posibilidad de sufrir sanciones en caso de resistencias al trabajo cooperativo. Por supuesto, las dinámicas familiares no son toda la respuesta que el problema de seguridad y violencia que tiene el país, pero sí parecen tener una inmensa responsabilidad y a ella apela el Presidente.

Quizá en efecto no deba ser el Presidente de la República el que manifieste estas inquietudes sociológicas y su deber sea limitarse a cumplir los márgenes de la ley que juró respetar; pero también es claro que ningún otro personaje (ni religioso ni intelectual ni político) tiene tanta cobertura y presencia mediática como López Obrador. Sus expresiones pueden estar fuera de lugar, pero no les falta sentido.

Un último dato. En la muestra canadiense del Estudio Internacional sobre Registros de Delincuencia en 2006, se reveló que más de 37 por ciento de los jóvenes de Toronto reconoció haber participado en al menos un acto delictivo como violencia, ataques a la propiedad y venta de drogas. Es decir, la posibilidad de que un adolescente cometiera un acto delictivo se registró altísima, pero en proporción, hasta 158% más probable entre los jóvenes con estructuras familiares donde la autoridad (madre o padre) estaba disociada de sus responsabilidades de crianza.

@monroyfelipe